Hoy amaneció nublado y el frío de
finales de noviembre se siente en los huesos, a pesar del clima, he bajado a la
playa para dar mi paseo solitario, acompañada por el viento que sopla, el
sonido de las olas que llegan hasta la orilla y ese olor a mar salada que llevo
prendido en mi olfato hasta cuando me alejo por unos días.
Al regresar a casa el olor a café recien hecho, el ruido del exprimidor en marcha y un
olor inconfundible a pan quemado, junto a un — ¡Maldita sea! — grito de enfado
de Carlos, me han recibido. el pobre aunque se empeñe no puede hacer mas de dos cosas a la vez como
casi todos los hombres.
Apoyada en el marco de la puerta
de la cocina, observaba la escena divertida porque mientras intentaba recuperar
la tostada quemada, el café se le salía y con una sonrisa dibujada en la boca,
—Será mejor que recoja todo esto antes de que vuelva Ángela o me dirá… ¡joder!
me he quemado, coño de desayuno a tomar por culo, comeremos croissants o magdalenas
que también nos gustan.
Han pasado treinta y dos años de
aquel domingo y cuando huelo el café recién hecho o el olor a tostada quemada,
pienso en lo divertido de aquella escena y veo a Carlos soltando todos aquellos
tacos y soplándose los dedos por intentar rescatar un renegrido trozo de pan.
Ya no me entristece porque todos los recuerdos afloran de forma natural y
nostálgica.
Una vez terminamos de desayunar
nos pusimos manos a la obra, Carlos cortaba el césped mientras yo podaba las
flores de invierno que empezaban a crecer de forma anárquica, enredándose con
las malas hierbas. Con la tarea terminada nos dimos un baño a lo primero con
poco jabón, mucho amor y algunos equilibrios bajo la humeante ducha. Bajamos de
nuevo al jardín y nos tumbamos, él a leer su diario y yo con el libro “el sexto
sol” de Amando Lacueva. Sobre la una y media decidimos que era hora de ir
pensando en que comer y como ninguno de los dos estaba por la labor de ponerse
el delantal, decidimos bajar al bar de los pescadores, el que está al final del
embarcadero, su aspecto no es nada del otro mundo pero se come el mejor besugo
al horno que jamás haya probado.
De vuelta a casa, paramos en el
mirador y tiramos un poco de pan a las gaviotas que a lo primero se lanzaban en
picado, pero al descubrir que no era más que pan empezaron a pasar de nosotros,
subimos de nuevo al coche y al llegar a casa. Lo primero que hizo Carlos fue
encender la chimenea, mientras yo elegía la música que escucharíamos tumbados
en el sofá del salón y así acurrucados hicimos nuestra siesta de los domingos.
Ahí llega Carlos, su colonia lo
delata… el beso en la frente, ahora en los labios y yo sin poder decirle nada,
muda y quieta como una muerta en vida. Ahora me contará todo lo que ha hecho
desde ayer que se fue a las seis de la tarde hora en que terminan las visitas,
hasta ahora que deben ser las doce porque lo han dejado entrar.
Nunca ha faltado a nuestra cita y
yo no se como decirle o como hacerle ver que debería haber continuado con su
vida. Solo me queda la consciencia de abrir por unos segundos los ojos y
observar todos los tubos que me unían aquella máquina ruidosa e infernal que
succionaba y después llenaba el aire en mis pulmones. Después nada… solo el
ruido de la máquina y las voces en susurros de los médicos diciéndole a Carlos,
no sé que le dijeron a Carlos porque no llegue a escucharlo.
Desde entonces esa máquina sigue
taladrándome los oídos día y noche, noche y día… sin descanso. Rutinas,
horarios y mas rutinas, viajes astrales con la mente, volviendo a recordar
nuestra vida, vida desgastada de tanto vivirla una y otra vez… y ¡Claro! la
máquina que no calla. Todo es oscuridad tras los parpados cerrados
involuntariamente y después están las visitas de mi amado y fiel Carlos.
Ya deben ser cerca de las dos
porque noto la humedad en mis manos, como siempre sus besos van acompañados de
lágrimas que se le escapan, ahora la frente y luego los labios…
«¿Qué raro?, no se marcha, siento su mano
aferrada a la mía y de nuevo besa mis labios.
¡Por fin!, la máquina se ha
callado…
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