sábado, 11 de febrero de 2012

La siesta del domingo







Hoy amaneció nublado y el frío de finales de noviembre se siente en los huesos, a pesar del clima, he bajado a la playa para dar mi paseo solitario, acompañada por el viento que sopla, el sonido de las olas que llegan hasta la orilla y ese olor a mar salada que llevo prendido en mi olfato hasta cuando me alejo por unos días.

Al regresar a casa el olor a café recien hecho, el ruido del exprimidor en marcha  y un olor inconfundible a pan quemado, junto a un — ¡Maldita sea! — grito de enfado de Carlos, me han recibido. el pobre aunque se empeñe no puede hacer mas de dos cosas a la vez como casi todos los hombres. 

Apoyada en el marco de la puerta de la cocina, observaba la escena divertida porque mientras intentaba recuperar la tostada quemada, el café se le salía y con una sonrisa dibujada en la boca, —Será mejor que recoja todo esto antes de que vuelva Ángela o me dirá… ¡joder! me he quemado, coño de desayuno a tomar por culo, comeremos croissants o magdalenas que también nos gustan.   

Han pasado treinta y dos años de aquel domingo y cuando huelo el café recién hecho o el olor a tostada quemada, pienso en lo divertido de aquella escena y veo a Carlos soltando todos aquellos tacos y soplándose los dedos por intentar rescatar un renegrido trozo de pan. Ya no me entristece porque todos los recuerdos afloran de forma natural y nostálgica.

Una vez terminamos de desayunar nos pusimos manos a la obra, Carlos cortaba el césped mientras yo podaba las flores de invierno que empezaban a crecer de forma anárquica, enredándose con las malas hierbas. Con la tarea terminada nos dimos un baño a lo primero con poco jabón, mucho amor y algunos equilibrios bajo la humeante ducha. Bajamos de nuevo al jardín y nos tumbamos, él a leer su diario y yo con el libro “el sexto sol” de Amando Lacueva. Sobre la una y media decidimos que era hora de ir pensando en que comer y como ninguno de los dos estaba por la labor de ponerse el delantal, decidimos bajar al bar de los pescadores, el que está al final del embarcadero, su aspecto no es nada del otro mundo pero se come el mejor besugo al horno que jamás haya probado.

De vuelta a casa, paramos en el mirador y tiramos un poco de pan a las gaviotas que a lo primero se lanzaban en picado, pero al descubrir que no era más que pan empezaron a pasar de nosotros, subimos de nuevo al coche y al llegar a casa. Lo primero que hizo Carlos fue encender la chimenea, mientras yo elegía la música que escucharíamos tumbados en el sofá del salón y así acurrucados hicimos nuestra siesta de los domingos.

Ahí llega Carlos, su colonia lo delata… el beso en la frente, ahora en los labios y yo sin poder decirle nada, muda y quieta como una muerta en vida. Ahora me contará todo lo que ha hecho desde ayer que se fue a las seis de la tarde hora en que terminan las visitas, hasta ahora que deben ser las doce porque lo han dejado entrar.

Nunca ha faltado a nuestra cita y yo no se como decirle o como hacerle ver que debería haber continuado con su vida. Solo me queda la consciencia de abrir por unos segundos los ojos y observar todos los tubos que me unían aquella máquina ruidosa e infernal que succionaba y después llenaba el aire en mis pulmones. Después nada… solo el ruido de la máquina y las voces en susurros de los médicos diciéndole a Carlos, no sé que le dijeron a Carlos porque no llegue a escucharlo.

Desde entonces esa máquina sigue taladrándome los oídos día y noche, noche y día… sin descanso. Rutinas, horarios y mas rutinas, viajes astrales con la mente, volviendo a recordar nuestra vida, vida desgastada de tanto vivirla una y otra vez… y ¡Claro! la máquina que no calla. Todo es oscuridad tras los parpados cerrados involuntariamente y después están las visitas de mi amado y fiel Carlos.

Ya deben ser cerca de las dos porque noto la humedad en mis manos, como siempre sus besos van acompañados de lágrimas que se le escapan, ahora la frente y luego los labios…

 «¿Qué raro?, no se marcha, siento su mano aferrada a la mía y de nuevo besa mis labios.

¡Por fin!, la máquina se ha callado…

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