Sentada
en el jardín escuchaba atentamente la historia del templo de Ares, imposible de
memorizar porque mi abuelo la cambiaba según el consejo que nos quisiera dar.
Aquella tarde donde el olor a madreselva lo envolvía todo, la leyenda se haría más
triste que nunca...
Los hombres estaban agotados no en vano
llevaban tres meses con sus largos días
y sus oscuras noches de campaña. Ya no recuerdan lo que es una tregua y sus
fuerzas yacen a orillas del Néstos igual que sus cuerpos malheridos. Cómo todos
los atardeceres se han dejado caer en el mismo campo de batalla para no tener
que andar mañana el camino desandado hoy, es una forma de economizar los
esfuerzos que les supone ponerse en pie cada día al despuntar el alba. Una vez
alzados el movimiento es menos doloroso porque entonces solo se trata de
mantener el equilibrio al esquivar o recibir los golpes de la espada enemiga,
sus gestos denotan la fatiga en ambos ejércitos y desafortunadamente para ellos
las estocadas no tienen la fuerza suficiente como para ser mortales, dejando en
cada acierto heridas superfluas pero muy dolorosas.
Todos eran guerreros valientes y vigorosos,
cuando iniciaron la guerra bajo la protección de Ares, los habitantes de Tracia
muy creyentes todos ellos desafiaron a su enemigo los hijos de Escitia y también
seguidores del mismo Dios. Estaba en juego cual de los dos pueblos se
convertiría en el nuevo y único centro
de culto del Dios de la guerra. Jamás pensaron que al ser protegidos por el
mismo Dios, sus fuerzas serian tan iguales y su resistencia casi inhumana.
Al caer la noche bajo el manto oscuro comparten
el único lecho de arena que los acoge sin discriminar de quien son las piernas
y brazos que sirven de apoyo para sus cabezas desnudas de cascos identificatívos, amparados
por ese anonimato que les brinda haberse desnudado de las armaduras comparten
miedos y sufrimientos, escuchan los silencios del vecino que yace a su vera y
solo cuando ven pasar las sombras de las Keres (Diosas macabras de la muerte)
sobrevolando el campo de batalla haciendo
recuento de los muertos, sólo entonces hacen un pequeño movimiento para no ser
marcados. Todos se preguntan cuando acabará todo aquello, cuando sus Reyes
reconocerán lo inútil de esta guerra pues de persistir en la lucha no quedaran suficientes
hombres en ninguno de los dos bandos para levantar ni la pared del altar donde
sacrificarían las bestias en nombre de ese Dios que todos veneran.
Esa fue la última noche porque al día
siguiente los reyes Tereo y Ateas tomaron la decisión de volver a sus casas y
dejar que ambos pueblos venerasen al mismo Dios. —Que cada cual erija
el altar que considere y sólo el gran Ares decidirá donde quiera ser venerado—
grito Tereo, rey de los Tracios. Ateas rey de los Escitas contestó —Me
parece justo aunque debo recordarte que mi pueblo cuenta con las mejores
canteras de mármol y minas de oro, nuestro altar se podrá ver desde cualquier
montaña del Ródope— Hizo girar su montura y con un gesto de
cabeza indico a los suyos que lo siguieran. Todos volvían a casa, salvo los
muertos que quedarían allí tendidos bajo el sol como alimento para alimañas.
La entrada de los respectivos ejércitos en
sus pueblos para nada fue triunfal. Nadie había ganado... pero al día siguiente
todos tenían un nuevo objetivo, la construcción del templo más grande y vistoso
para el Dios que los había protegido en la batalla. Con las ilusiones renovadas
por ser los mejores súbditos de Ares se pusieron a trabajar.
Cuatro meses después los altares estaban
erigidos y los que fueron valientes guerreros rodeados de sus mujeres e hijos,
de las viudas y huérfanos, de ancianos famélicos buscaban en su fuero interno
un motivo de celebración. Pero el hambre y el cansancio no les permitían
disfrutar del acto de la ofrenda. Los sacerdotes y los Reyes encabezaban la
fila de los porteadores de cofres cargados de oro y joyas, sacos de cereales,
cestas de frutas, corderos y el buey elegido para el acto del sacrificio.
Pasado muy poco tiempo cuando la normalidad
empezaba a formar parte de sus vidas, los campos arados y sembrados, el tráfico
en el rio de mercaderías restaurado y
los niños correteaban alegres entre las mujeres. Ambos pueblos fueron invadidos
por los valientes guerreros de Esparta que saquearon e incendiaron todo lo que
pillaron a su paso, incluidos los edificios destinados al rezo y la
contemplación. Esparta quería ser la nueva cuna de culto para Ares y lo
consiguieron, todavía hoy quedan los restos del templo que custodió la que fue
estatua del dios encadenado, para mostrar que el espíritu de la guerra y la
victoria nunca abandonarían la ciudad de Esparta.
—Por eso niños, no debéis pelear por un juguete y mucho menos pegaros. Siempre puede venir alguien más fuerte o mayor que vosotros y quitároslo— Dijo mi abuelo mientras nos hacia un gesto con la mano para que nos fuéramos a jugar y lo dejáramos echar una cabezadita antes del almuerzo, mientras nos alejábamos nos grito; — Y recordar que nada es para siempre—
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